CARSON DE VENUS
POR ARMANDO BOIX
En 1939, un artículo del «Saturday Evening Post» calificaba a Edgar Rice Burroughs como el más importante escritor del mundo en aquellos días. Suena a exageración, pero si nos atenemos en exclusiva a la popularidad entre los lectores, no andaba muy desencaminado. Por aquel entonces la obra de Burroughs había sido traducida a más de cincuenta lenguas —incluso al esperanto—, y allá donde no llegó alguno de los veinticinco millones de ejemplares vendidos de las aventuras de su personaje Tarzán, el cinematógrafo lo convirtió en familiar a los públicos de todas las edades.
Es normal que tal éxito atrajera la atención de aquellos escritores menos imaginativos o afortunados, y que muchos entre éstos intentaran seguir sus pasos mediante la imitación de su reconocible forma de construir historias. Quien más se acercó al maestro, atrayendo a un considerable número de lectores, fue el hoy olvidado Otis Adelbert Kline. Como su modelo, había nacido en Chicago e igualmente sufrió de una juventud errática en la que se vio obligado a emplearse en un sinnúmero de oficios heterogéneos, el más interesante —desde el punto de vista que nos ocupa— el de agente literario, representando a escritores como Robert E. Howard, Frank Belknap Long, John W. Campbell y —sorprendentemente— F. Scott Fitzgerald.
Su bautismo creativo lo realizó como autor de letras para canciones y no empezó a publicar su obra narrativa hasta 1923, dentro de la revista «Weird Tales». Además de perpetrar sendas imitaciones de Tarzán, con Tam, Son of the Tiger (1931) y Jan of the Jungle (1931) —que generaría una secuela: Jan in India (1935)—, también alcanzó cierta fama en el campo del «sword and planet» —novela de aventuras interplanetarias, en la que la espada y otros aditamentos medievalizantes se superponen al escenario futurista, siguiendo las pautas marcadas por Burroughs en su serie marciana sobre John Carter—, con la trilogía ambientada en Venus y protagonizada por Robert Grandon, The Planet of Peril (1929), The Prince of Peril (1930) y The Port of Peril (1932).
Burroughs, al parecer molesto ante estas copias descaradas, le devolvió la torna. Si Kline había escrito un ciclo venusiano imitándole, él demostraría que era capaz de generar un ciclo de ciencia ficción en el mismo planeta, pero convirtiéndolo en mucho más popular. La primera de estas novelas, Piratas en Venus, se serializó en la revista «Argosy» en el mismo 1932.
Para esta obra Edgar Rice Burroughs creo a un nuevo héroe, el millonario y hombre de acción Carson Napier, aunque, como gustaba hacer a menudo, entrelazó sus aventuras con las de otros hijos de su imaginación e incluso con personajes reales, como el propio autor. En el primer capítulo, Burroughs se nos presenta a sí mismo en el despacho, mientras sigue con inquietud los radiogramas que llegan de Pellucidar, narrándole los avatares de la expedición de Tarzán, David Innes y Von Horst al centro de la Tierra —sucesos desarrollados en su novela Tarzán en el centro de la Tierra—. Una extraña carta procedente de México y firmada por Carson Napier le advierte de la próxima visita de una mujer y le ruega que recuerde sus palabras.
Burroughs no presta demasiada atención a la misiva, pero muy pronto volverá a su memoria cuando la cita anunciada llega a consumarse y una bella y misteriosa muchacha aparece en su cuarto: «Incluso si la joven no hubiera tenido un aspecto tan sobrenatural, no habría sabido qué hacer para recibirla a aquella hora, en la intimidad de mi alcoba, ya que ninguna mujer había invadido, hasta entonces, aquel recinto. Me creo bastante puritano». El tímido Burroughs no interpreta equivocadamente la visita de la desconocida y se limita a escucharla. Antes de desaparecer atravesando la pared, la mujer simplemente le dice que escriba a Carson Napier y el autor así lo hace, acordando su visita para el día siguiente.
A la llegada del aventurero le revela que la aparición de la muchacha era sólo una prueba para verificar la capacidad del novelista para recibir sus mensajes telepáticos, una habilidad aprendida de un mentor hindú que les será de extrema utilidad para continuar comunicándose en adelante, pues allá donde Napier piensa dirigirse no podrá servirse de ningún otro medio.
Porque Carson Napier está apunto de partir hacia Venus.
Napier, sabremos entonces, es el único heredero de una cuantiosa fortuna que le ha dejado tiempo libre para embarcarse en todo tipo de aventuras y caprichos. Estrella de la pantalla, deportista y viajero inveterado, el aburrimiento acabó por conducirle hacia el estudio. En Alemania aprendió de sus científicos todo cuanto podía saberse sobre cohetes y allí mismo surgió la idea en la que había embarcado sus caudales e inteligencia: construir una nave capaz de viajar hacia otro planeta, en concreto hacia Marte porque «entre todos los planetas, sólo Marte ofrecía probabilidades de estar habitado por seres parecidos a nosotros».
Puesto que la nave de Napier estaba diseñada sólo para lograr realizar un viaje de ida, la colaboración de Burroughs a la hora de interpretar sus mensajes telepáticos y convertirse en cronista de la expedición resultaba inapreciable. Burroughs acepta asumir la tarea y, solventado aquel último cabo suelto, Napier regresa a la isla de Guadalupe, donde el cohete casi está terminado.
La nave despega con éxito y todo parece desarrollarse según lo previsto... ¿Todo? En realidad no. Napier, en cuyos minuciosos cálculos creía haber previsto todas las variables, se había saltado inadvertidamente una bastante evidente: el cielo no está libre de obstáculos y la Tierra tiene desde hace mucho una compañera llamada Luna. El cohete, en su trayectoria, pasa demasiado cerca del satélite y su atracción gravitacional desvía el rumbo, y de un modo bastante radical, todo hay que decirlo. Si Napier pensaba viajar hasta Marte, en cuanto rehace sus cálculos descubre que se dirige de cabeza hacia el corazón del sol.
Por fortuna una nueva casualidad le salva la piel —y es que en las novelas de Burroughs el sistema solar es un pañuelo—: Venus se cruza en su camino y captura al cohete, lo cual no le augura mayores posibilidades de supervivencia. Al contrario que en otras novelas, donde Burroughs dejó volar libremente su imaginación sin preocuparse demasiado en documentarse para resultar verosímil, en la primera entrega de esta saga, Burroughs se ciñó escrupulosamente a los conocimientos de su época:
«Envuelto, como se halla (Venus), en una espesa capa de nubes, su superficie resulta eternamente invisible a los ojos humanos y se me ofrece como un misterio que intriga mi imaginación. Pero recientes investigaciones científicas en el mundo de la astronomía han determinado que las condiciones climatológicas de ese planeta rechazan toda posibilidad de que pueda alentar ninguna manifestación de la vida peculiar de la Tierra. Se ha llegado a la conclusión, según algunos astrónomos, de que, con relación al Sol, desde la era de su prístina fluidez, siempre ofrece la misma cara, como ocurre con la Luna respecto a la Tierra. De ocurrir eso, el calor extremo de un hemisferio y el frío exagerado del otro harían imposible la existencia de vida humana. Y aunque la opinión de sir James Jeans se viera confirmada por los hechos, cada uno de sus días y de sus noches serían mucho más largos que los de la Tierra. Las noches transcurrirían a una temperatura de trece grados bajo cero, Fahrenheit, y los largos días a una temperatura alta en proporción».
En atención a estas suposiciones, Burroughs creó en su novela un Venus de clima tropical, eternamente encapotado y abundante en selvas y agua. Si se equivocó, en esta ocasión no fue culpa suya —como en el tan mentado caso de su novela Tarzán de los monos, donde incluía tigres en la selva africana—. El Venus que nos plantea se ajusta al que imaginaba la ciencia y muchos escritores de ficción adoptaron —como Stanley G. Weinbaum, C. L. Moore o Leight Brackett—. Incluso Isaac Asimov, tan preocupado por la verosimilitud científica, mostró un panorama del planeta igual de errónea en su posterior novela En los océanos de Venus (1954). Hasta 1956, el uso de las microondas no permitió al equipo del astrónomo norteamericano H. Mayer advertir que la temperatura superficial era mucho más caliente, haciendo imposible la existencia de esa jungla pantanosa que había llenado tantas páginas de literatura pulp. Hoy sabemos que ronda los 475º centígrados, más que suficiente para fundir muchos metales.
Una vez Carson Napier abandona la cabina del cohete y salta en paracaídas a la velada superficie del planeta, sus aventuras subsiguientes continúan la línea de las que ya trazara para John Carter en el ciclo de Marte: combates constantes espada en mano, gigantescos depredadores hambrientos y una hermosa princesa en trance de ser rescatada y enamorada por el heroico hombre de la Tierra. Los seres inteligentes que encontrará son antropomorfos, con muy ligeras variaciones en su aspecto —básicamente puede cambiar el color de la piel y, en el caso de Marte, poseen otro sistema reproductivo—, y aunque son creadores de avances técnicos notables, por el contrario manifiestan una predilección injustificable por el uso de las armas blancas, al tiempo que sostienen estructuras sociales no muy distantes de nuestro medioevo. Los venusianos con los que tropezará Carson Napier, por ejemplo, han descubierto un suero de la eterna juventud y tienen armas basadas en la energía atómica —y recordemos, en honor de Burroughs, que sus novelas son muy anteriores al proyecto Manhattan— y en cambio salen de caza con lanzas y arcos, y desconocen la aeronáutica.
Sin embargo, más allá de la trama de aventuras sin descanso a las que Burroughs nos tiene acostumbrados, la serie dedicada a Venus es particularmente interesante de estudiar, con el objetivo de discernir la ideología reaccionaria de su autor. Por ejemplo, en estas obras los villanos son una parodia esperpéntica de los comunistas —como también eran bolcheviques los primeros enemigos de Tarzán—, retratados como personajes estúpidos, egoístas y violentos, por su baja extracción social, frente a la nobleza intrínseca de las clases altas. Merece la pena detenernos en una cita extensa para mostrarlos cómo lo hace Burroughs:
«Hace centenares de años los reyes de Vepaja regían los destinos de una gran nación. No estaban sus territorios confinados a estos bosques, sino que formaban un gran imperio con millares de islas, que extendían desde Strabol a Karbol, abarcaba grandes extensiones de territorio y océanos, populosas ciudades, y enorgullecíase de poseer un comercio floreciente que jamás había sido superado por ningún otro país en el curso de los siglos.
»Los habitantes de Vepaja sumaban en aquella época millones y millones. Pululaban por sus caminos los mercaderes, los empleados, los esclavos, y existía un número más reducido de trabajadores intelectuales. En esta última clase social se incluían los hombres de ciencia, los abogados, los hombres de letras y los artistas. Los jefes militares se seleccionaban entre los de todas las clases sociales. Por encima de todos ellos estaba el Jong hereditario.
»Las líneas divisorias de las clases sociales no se hallaban trazadas de un modo estricto. Un esclavo podía convertirse en hombre libre y los hombres libres podían escoger la profesión que les pareciera adecuada a su capacidad. En sus relaciones sociales, los cuatro estamentos más importantes no se interferían, debido a que los componentes de cada uno de ellos tenían poco de común con los de otros, aunque no ocurría esto por motivos de superioridad o inferioridad. Cuando un miembro de clase inferior se había ganado, por sus estudios o por su ingenio una posición en la clase más elevada, era recibido en ésta en un plano de absoluta igualdad, sin que nadie se preocupara de sus antecedentes.
»Vepaja era una nación próspera y feliz, pero había descontentos. Eran los perezosos y los incompetentes, y en su mayor parte pertenecía al sector criminal. Sentían envidia de aquellos que habían conseguido una posición que ellos se consideraban incapaces de alcanzar. Durante mucho tiempo fueron el origen de pequeñas discordias y disensiones, pero la gente no les prestaba ninguna atención o se burlaba de ellos. Sin embargo, encontraron un jefe. Era un obrero llamado Thor, hombre de antecedentes penales.
»Este individuo fundó una sociedad secreta que se llamó thorista y predicó un evangelio denominado thorismo. Por medio de la propaganda consiguió muchos prosélitos, y como todas sus energías iban dirigidas contra una de las clases sociales, obtuvo la simpatía de las otras tres, aunque, naturalmente, consiguió pocos partidarios entre los comerciantes, empleados y agricultores.
»La única finalidad de los jefes thoristas era el poder y encumbramiento personal. Sus móviles eran totalmente egoístas, pero como se movían entre masas ignorantes, no les fue difícil disimular sus propósitos. La consecuencia fue que estalló una sangrienta revolución, sumiendo en el caos la civilización y el progreso.
»El objetivo de los revolucionarios era la destrucción de la clase culta. Los que perteneciendo a las otras clases se opusieran a sus designios, serían juzgados y aniquilados. El Jong y su familia habrían de ser asesinados y una vez conseguido todo esto, el pueblo sería libre. No habría amos, ni contribuciones, ni leyes.
»Efectivamente, consiguieron aniquilar a muchos de nosotros y a una gran parte de los comerciantes, y entonces las masas comprendieron lo que los agitadores sabían perfectamente: que alguien debía gobernar. Los jefes del thorismo se aprestaron a apoderarse de las riendas del poder. El pueblo había cambiado el benévolo gobierno basado en la experiencia de la clase culta por el de los incompetentes thoristas.
»Los vepajanos quedaron virtualmente sometidos a una terrible esclavitud. Un ejército de espías los vigilaba y otro de los guerreros les impedía revolverse contra sus nuevos señores. Las masas se sintieron miserables y horriblemente desdichadas.»
No deja de ser curioso su glorificación de un estado reconocido esclavista —que evidentemente es una versión muy personal del american way of life—, mientras presenta a un movimiento de intenciones igualadoras como perverso. Y más curioso resulta cuando Napier, en uno de sus accidentados viajes por Venus, va a parar a Havatoo, una ciudad de gentes perfectas, física e intelectualmente gracias a una cuidadosa selección racial que nos hacen pensar en el nazismo, especialmente cuando nos enteramos que, todo aquel que no alcanza lo mínimos exigidos, es exterminado. No hay que decir que Carson Napier, pese a algunos problemas iniciales, se adapta muy bien a esta sociedad y llega a integrarse felizmente.
La historia iniciada en Piratas en Venus se prolongó en tres libros más, Perdidos en Venus (1935), Carson de Venus (1939) y Huida de Venus (1946). Existe otro relato, publicado póstumamente en el volumen Tales of Three Planets (1964), conectado a la serie: The Wizard of Venus.
Aunque el ciclo de Venus no sea, a mi parecer, la mejor serie de novelas de Edgar Rice Burroughs, su influencia en otras obras de ciencia ficción se demuestra evidente y no sólo en su vertiente literaria, de hecho la que nos descubre más puntos de contacto, hasta casi rozar el plagio, es un cómic: el Flash Gordon que Alex Raymond empezó a publicar en los dominicales de prensa en 1933. No sólo el planeta Mongo adopta su misma extraña amalgama de medievalismo y alta tecnología, sino también algunos de sus pueblos están calcados de la obra de Burroughs, como es el caso de los hombres halcones —idénticos a los Klangan, los hombres pájaro de Venus— , los hombres colmillo —los kloonobargan—, Arboria —ciudad construida en las copas de árboles gigantescos, como la Vepaja de Piratas en Venus—, etc. Al final Edgar Rice Burroughs salió triunfante una vez más y eclipsó por completo a Otis Adelbert Kline. De hecho, muchas de las novelas de este último no abandonaron las páginas de las revistas hasta que el revival de la literatura pulp en los años 60 —con el rescate de la obra de Robert E. Howard, o las historias de Doc Savage y La Sombra— hizo que unos pocos de sus títulos llegaran a reeditarse en forma de libro. Burroughs, en cambio, no ha perdido jamás el favor de los lectores. Como dice John Clute «para muchos amantes de la CF resulta embarazoso admitir que cuando realmente quieren divertirse con un libro, siempre acuden a la estantería donde están las obras de Edgar Rice Burroughs (...) Tal vez no haya ningún secreto tras el enorme éxito de Burroughs, o uno muy simple: los héroes son la culminación de los deseos. Pero Burroughs no se restringe, ni nos engaña. Mientras dure el libro, el deseo es realidad.»